sábado, 7 de enero de 2012

Las Torres de Borealís, Capítulo 1, (Entradas 1 a 9)

Por E. S. Espejo-Saavedra




NOTA PREVIA:

A lo largo de esta historia interactiva comprobarás que la acción se narra casi siempre en segunda persona. Esto es así porque este no es un libro cualquiera. Es un libro mágico, en el que pueden ocurrir las cosas más insospechadas. Además, el género cambiará aleatoriamente, (problema que no existe en el idioma inglés, pero sí en el castellano), entre femenino y masculino, al referirse la historia al sujeto de esa segunda persona de la narración. Esto tendrá pronto su explicación en el desarrollo de este cuento.
Ahora, compañero, o compañera, ya puedes empezar a  leer. Que lo disfrutes... Pero no digas que no se te advirtió...


Muahahahahaha! ... ... ... Un retumbante sonido de truenos se adivina en las luces que crepitan en el distante cielo...




De azul susurraba el viento
palabras de nieve y hielo
azul como el frío cielo,
como es el árbol, azul...

Vagabundo del laberinto
un joven sin capa de nieve
vio al pájaro del destino,
volar en el cielo verde…

Y en el negro de la noche
brilla rojo un reproche
la luz de un enorme orbe,
sobre la mar, amarilla…

(Canción popular)



Caes. Más allá de donde puede abarcar tu mirada, no hay nada. Deberías sentir miedo, pero llevas tanto tiempo cayendo que poco a poco esa sensación ha ido sustituyéndose en tu interior por otra de creciente curiosidad.  Porque has perdido todo sentido del tiempo, y eso es raro en ti.
Los colores se mezclan en una amalgama oscura que te envuelve, e intentas gritar, pero de nuevo, no crees  que sea ya  por miedo,  sino para experimentar algo diferente. Para reclamarle al sueño que te deje ir, porque sabes que es un sueño. Lo has tenido tantas veces…
Sueñas que caes, una vertiginosa carrera vacía y sin sentido hacia ninguna parte… hasta que los colores vuelven al mundo, pintando formas salidas de tus recuerdos, acompañadas de risas, de voces, de gritos y susurros ¿conocidos?…
Olores de cielos rosados que saben a vino y miel, a especias, y el tacto de refugios de seda en las yemas de tus dedos. Intentas agarrarte para frenar tu caída, y te deslumbra una luz.

Despiertas sentada a los pies de tu cama, con el edredón enredado en torno a tu cuerpo.


–¡Nieve, Nieve, despierta, des…! oh, ah, ¿Estás despierta? –te pregunta tu hermana pequeña, parándose en la puerta. Sabe de toda la vida que no te gusta que la gente entre en tu habitación si no eres tú quien les invite a ello.
–Sí, estoy despierto, oh dioses, eso creo… sí ¿lo estoy?  –murmuras, no pudiendo evitar una ligera sonrisa a pesar de tu aturdimiento, al ver la cara de tu hermana ante el panorama de encontrarte tirada en el suelo, peleándote con las sábanas.

–Eh… Pa-padre quiere que bajes…  –parece dudar en la puerta, y antes de darse media vuelta hacia la escala de madera crees ver algo brillando en su carita. 
No puedes evitar sentirte turbada, sin saber muy bien por qué… algo te agarrota el estómago. Una intuición muy fea…Y te das cuenta de que hoy prefieres quedarte ahí arriba, en tu pequeño cuarto en la buhardilla, iluminado por los primeros y temblorosos rayos de luz de bronce, filtrándose por la pequeña cortina de la redonda ventana.
Te sientas de rodillas en la cama y miras al otro lado, restregando el cristal con la manga. Afuera hace frío. Mucho frío. Siempre es así en Borealis. La vida es fría. Todo es frío. Y encima hoy está muy nublado. Enseguida los primeros rayos desaparecen, dejando tu habitación tan en penumbras como lo está tu corazón.

Suspiras, te quitas el camisón y te enjuagas la cara con agua tibia en la palangana de resquebrajada cerámica que reposa en la mesita que sobresale de la gruesa pared de troncos de madera. Cada noche, antes de acostarte (a no ser que haga un frío extremo, algo por otro lado nada inusual), apagas la runa de calor, como te han enseñado, para ahorrar energía mágica. El agua aún mantiene algo de ese calor cada mañana. 
Contemplas tu pálido rostro en el pequeño espejo, también mágico, encima de la palangana. En Borealis todas las pequeñas cosas que hacen el día a día de un invierno sin fin algo un poco más llevadero son mágicas. Magia rudimentaria, sencilla y cotidiana, magia de artesanos de runas, que saben copiar y ejecutar los trazos que encierran los pequeños poderes que hacen posible la vida diaria… O así es como te han enseñado en la escuela.
Cuando te apartas para secarte no puedes evitar reparar en tu cuerpo… Ese secreto que nadie fuera de tu familia conoce y que te hace diferente a cualquiera que tú conozcas… ¿Por qué eres así? Sería tan fácil… ser chico, o ser chica. Pero tú no eres ni una cosa ni otra, o eres, en potencia, las dos cosas a la vez…
¿Por qué no tener ombligo, por qué tu extrema palidez, por qué tu indefinición sexual? Por qué no saber qué es lo que eres... o quién eres realmente. Por qué sentirte un monstruo.

Cuando terminas de descender la escala de madera que sube a la puerta de la buhardilla que hace las veces de tu habitación, te diriges a la cocina. La cocina, con su gran chimenea de piedra, es la sala principal de la casa, donde hacéis la vida en común. Tus padres, una tía, un hermano, un primo y tu hermana pequeña. Es un lugar en el que tu presencia ha sido algo cada vez menos habitual a medida que ibas creciendo y encerrándote en tu propio mundo. Tanto que a veces te sorprende tener algún amigo. En realidad te sorprende que alguien quiera tener algo en común contigo. Tú no eres de este sitio. No perteneces a este mundo. Lo sabes. Lo intuyes tan profundamente, como cuando sueñas que más allá de Invierno hay tierras desconocidas donde el frío es sólo un cuento.
En la cocina todos te están esperando. Te molesta mucho ser el centro de tanta atención, y lo saben… ¿Por qué te está mirando todo el mundo así?


–Nieve, hija... TE VAS. Dentro de un ciclo. Era conveniente que lo supieras YA. Este es Saymon. Él te lo explicará mejor que yo.


Tu madre se vuelve hacia la ventana, y finge mirar  más allá. Tu padre abandona lentamente la estancia, y el resto miran casi todos cabizbajos a sus desayunos, sin saber qué decir.
Lo sabías… de algún modo, lo sabías. Y te sientes caer.


Poco a poco, sin necesidad de haberlo pactado, todos van desapareciendo de la cocina y te quedas a solas con aquel a quien tu padre ha llamado Saymon. Este acerca un cuenco de madera con gachas humeantes a la mesa y te invita a sentarte. Le miras hosco. Estás tensa de rabia. Sentimientos negativos acumulados durante mucho tiempo de pronto estallan en tu voz, y no tanto por el volumen como por el tono amargo y siseante con el que escupes tus palabras:

–Sé quien eres. En este pueblucho todo se sabe, ¿te crees que soy tonto, eh? Tú eres el que se encarga de administrar las Levas del rey, y has venido aquí para llevarme contigo a ese mundo horrible porque mi padre ya no me soporta más en esta casa. Se avergüenza de mi –le miras de hito en hito para ver cómo le afectan tus palabras, pero el hombre te devuelve la mirada impertérrito–. Siempre me ha considerado un bicho raro, y no veía el momento de deshacerse de mi.

Seguirías, pero de pronto te das cuenta de que el tal Saymon tiene la expresión de alguien que tiene todas las cartas buenas en su mano, y de que tú sólo juegas a echar faroles y a dar palos de ciego. Te vuelve a señalar el cuenco de desayuno, mientras dice:
–No seas así con tu padre, muchacho. No sabes realmente nada de su vida. Y desayuna. Te espera un día muy duro.
Tienes ganas de llorar, pero no le darás a tu interlocutor ese placer. Te mantienes obstinadamente lejos del desayuno. Es lo único que se te ocurre para mostrar tu contrariedad con la situación.
–Que no se nada de su vida, ¡JA!, que bueno… lo que me faltaba por escuchar en esta mierda de nuevo día. Sé lo suficiente. Sé que es un mago artesano frustrado que sólo sirve para cortar leña, y no me hace falta saber nada más, salvo que tiene menos que ver conmigo que el día con la noche-dices.
–En eso último tienes razón –te responde.
En ese momento dejas de pensar en responder de forma airada a cualquier cosa que salga de la boca de ese Saymon y cambias en un segundo de estrategia. Te callas. De pronto, quieres escucharle.

Como quiera que el hombre sigue impasible, apoyado con los brazos cruzados en el borde de la mesa, te sientas a desayunar, para darle a entender que escuchas. Sin embargo, no abre la boca hasta que te terminas todo el cuenco. Finalmente lo haces.
–En "algo" tienes razón- dice, y te mira –no eres hijo de tu padre.

Se oye un pequeño golpe detrás de una de las puertas de la cocina. Pero tú sólo eres consciente de las palabras que acaba de pronunciar el guerrero.


Saymon comienza a hablar, pero cuando te quieres dar cuenta y sales de tu ensimismamiento, ya te has perdido las primeras palabras...

–… así que de algún modo, es lícito que te hagas "ciertas" preguntas. Tu nombre, por ejemplo, Nieve… Crees que te lo pusieron por lo blanca que es tu piel, pero esa no es toda la verdad. –Mientras habla camina pausadamente de un lado a otro de la mesa, pero de pronto se para, arrastra una silla, se sienta frente a ti y te mira de forma penetrante. Afuera bandadas de copos de nieve empiezan a arreciar contra las ventanas, produciendo ese ruido sordo tan característico de tu hogar… "tu hogar".

–Lo cierto es que no sabemos quienes fueron tus padres. ¿Comerciantes, exploradores imprudentes, espoleados a la locura por la falta de recursos para sus artes mágicas…? Sí, eso fueron, seguramente… Pero yo sí se una cosa. Se lo debes todo a Knox. No, él no es tu verdadero padre. Pero fue él quien te encontró, aquel día, abandonado en la nieve. Los últimos rescoldos de una hoguera eran lo único que los mantenía a raya a ellos… tu padre no los podía ver, pero sus ojos te acechaban en la oscuridad, más allá de la linde del bosque cercano. 

"Los demonios blancos", piensas, con cada vez mayor angustia. Y el viejo soldado parece comprender lo que piensas con su mirada fría, acerada e inteligente…
–Un carromato helado, tan congelado como el caballo lanudo muerto junto a los cuerpos de los que debieron de haber sido tus verdaderos padres.- Escuchas como quien lee un cuento sobre otra persona, sin acabar de entender que lo que dice el hombre se refiere a ti– Mi hermano… no, no hagas preguntas. Aún no. –Te dice– Tu padre se encontró esa escena. Nunca antes se había alejado tanto de Nivenwayr, y nunca jamás volvió a caminar tan lejos buscando su buena leña. Y bien que le decíamos que no se alejara tanto él solo, el muy osado, y orgulloso, ¡e imprudente!… pero aquel día el destino le puso en tu camino, Nieve. Y hoy vives, aquí, con tu familia adoptiva, gracias a aquel aciago día. Porque aunque afortunado para ti, fue aciago para este pueblo. Porque nunca antes desde aquella noche los demonios blancos se habían acercado tanto a Nivenwayr. No más que en los cuentos de lumbre de las ancianas.
>>Consiguió escapar contigo, apenas un bebé, porque conocía el camino hacia el túnel más próximo como la palma de su mano. 

Una portezuela de una de las ventanas de la cocina choca contra el cristal, y te saca de tu ensimismamiento. Consigues desviar la mirada de los ojos del viejo Saymon. Estás aterrada. No quieres que lo note y te levantas, abres la ventana y cierras la portezuela, asegurándola bien. Una ventisca llena tus brazos de nieve, pero no sientes frío. Al contrario, agradeces la frescura de los copos en tu piel. El ambiente empezaba a resultarte cargado.

–¿Por qué ahora, hoy… por qué? ¿Por qué no antes, por qué no otro día? –le sueltas cuando te vuelves a sentar enfrente de él.
–Si te digo la verdad, joven Nieve, yo se lo dije siempre. Desde el primer día le dije que debía volver al gran desierto blanco y abandonarte allí a tu suerte. –Dice, haciendo una pausa como esperando tu reacción a esas palabras. Su frialdad te sobrecoge. –No hay un por qué. Toda historia tiene un principio, y estaba escrito que la tuya comenzara hoy, supongo. Tu padre ha cometido varios errores en su vida. El más importante has sido tú. Y el otro ha sido no saber mantenerse al margen de la política de este lugar. –Dice, remarcando la palabra lugar haciendo un movimiento de arco con el brazo.
–¿Política?
–Sí, jajaja, –se ríe y acaba tosiendo aparatosamente, hasta congestionarse. tanto que crees que le va a ir mal, pero francamente, no te apena nada.
–Maldita ventisca –sigue hablando, cuando se recupera–, nos merecemos algo mejor que "esto" ¿no crees, chico? –quizá son imaginaciones tuyas, pero por un momento crees que escupe la última palabra buscando provocarte–. En fin, da igual, da igual. El caso es que ahora tú eres el problema. Eres nuestro mayor problema. El pasado ha venido a reclamarle a mi hermano lo que le arrebató a quien tenía que haber dejado en paz. Abrígate. El consejo de ancianos se reúne ahora mismo en la Sala de la Torre. Y es por ti.


Poco más hay que decir acerca de aquella mañana en lo que hasta ahora considerabas tu casa. Tu hogar. Tu padre se había marchado, al parecer lo verías por la tarde, en la sala del Consejo de la Torre. Hacía un año que Knox se había metido en temas políticos, pero hasta el día de hoy su papel en ellos era para ti todo un misterio.
El resto de tu familia te evitaba, y eso te aliviaba e irritaba a partes iguales. Más allá de palabras sueltas y miradas esquivas, sólo tu primo, Halet, te buscó para darte a entender que quería compartir tus pensamientos, pero al principio le diste la espalda. 
Mientras esperabas a que Saymon volviera a por ti al caer la tarde, tal como habíais pactado, fuiste consciente por primera vez en tu vida de lo mucho que amabas aquel hogar, la protección que te brindaba, no sólo física, también espiritualmente. La forma en que la cálida madera te aislaba del poco amable frío del mundo exterior, protegiéndote en la noche de ventiscas y tormentas de nieve… Pero tenías otro lado, un lado más fuerte y salvaje, que se alimentaba de tu amargura y luchaba por salir a la superficie de tu personalidad y dominar aquella más temida que inesperada situación (porque en el fondo de tu corazón sabías que este día llegaría). Y como lo que te importaba en aquel momento era ser fuerte y no desmoronarte, empezaste a soltar finalmente esa parte de ti, liberando todas las ataduras que la mantenían oculta en la oscuridad. Y casi te asustó comprobar cuan fuerte e insensible podías llegar a ser. El mundo te golpeaba como un martillo, tu alma en el yunque, y tú respondías moldeándote, sin romperte. Pero eso conllevaba un riesgo… convertirte en otra… cosa. Quizá, aquel día, dejaste de ser quien eras para siempre. Que eso fuera bueno o malo, sólo el futuro de lo que ahora sientes lo podrá decir. Pero dejemos que decidas por ti. Volvamos al instante en que Halet se acerca a ti, absorto en la contemplación del paisaje desde la galería de la parte de atrás de la casa…

–¿Qué haces aquí, primo? –Le dijiste con mala intención, porque querías estar a solas. 
Luego le preguntaste algo que te vino de pronto a la cabeza:
–¿Es Saymon tu padre?
Lo era. Por su condición de explorador y guerrero, Saymon dejó a Halet a cargo de tu familia, convencido de que cada vez que salía ahí fuera, con el puñado de desgraciados jóvenes elegidos por el rey, entre los no aptos para ser magos, bien podía ser la última. Sea como fuere, no aceptaste mal la noticia. Después de todo, Halet se había enterado hoy de quien era su padre, el mismo día que tú de quien no lo era, y aunque suene estúpido, eso te consoló. Además, Halet era de las pocas personas que siempre te apoyaba, sin importarle nunca tu condición, ni hacerte notar jamás tus rarezas. Tenía la virtud de hacerte reír y sentir bien. 

Cuando Saymon regresó a por ti te quisiste despedir de él, pero no te dejó…
–Hey, yo voy contigo, Nieve… yo tampoco valgo para mago… es muy aburrido.


No supiste como reaccionar. Lo cierto es que tu nunca fuiste buena con la magia de runas, pero tampoco fuiste capaz de ver que tu futuro pudiera ser acabar con los Exploradores. Se te daba bien inventar historias y crear cuentos, y siempre te imaginaste entreteniendo con tus obras la vida del pueblo, algo por otra parte muy demandado, dado el aislamiento que sufríais, para hacer más llevadero el transcurrir de los días. Te imaginabas todo tipo de historias acerca del mundo olvidado más allá del Gran Blanco, y se las contabas a tu primo y hermanos, y a alguno de los pocos amigos que valoraban más ese talento tuyo que tus rarezas. (O que tenían la personalidad suficiente para valorarte por como eras). Pero jamás creíste posible que TÚ pudieras formar parte de esas historias… ¡Los cuentos eran bonitos porque eran… CUENTOS!
Así que cuando Halet te dijo eso, mirando de soslayo, con una expresión de entre miedo y orgullo a su recién descubierto padre, sentiste algo muy curioso a la vez, entre el pavor más absoluto a lo desconocido, ante la certeza implícita en aquellas palabras acerca de tu futuro inmediato, y el más sincero alivio y alegría de que tu querido primo Halet fuera a compartir contigo todo aquello.

Finalmente, emprendisteis la larga escalera serpenteante, ascendiendo  a lo alto de la colina, con la promesa de Saymon a tu madre de volver a casa al final del día, para dormir juntos una última noche y dejar las despedidas para la jornada siguiente.

Nivenwayr es una aglomeración de cabañas, que se agrupan colina arriba a ambos lados de un manantial de aguas calientes activadas por los hornos de la torre que culmina la colina. Los hornos están excavados en las raíces de la colina, muy por debajo de la Torre, única construcción hecha totalmente de piedra en el pueblo, y generan calor a través de runas que canalizan la energía de la tierra. Son runas sencillas, que canalizan esa energía para fundir el hielo y mantener caliente el agua, que se transporta mediante una antiquísima red de cañerías de cobre a todas las cabañas del pueblo, lo suficientemente caliente para no congelarse. Runas menores, más sencillas, calientan el agua en cada cabaña, a partir de la energía generada por la muy escasa provisión de madera que llega al pueblo. Si no fuera por la magia, los tecnomantes, o magos artesanos, la vida en este lugar sería imposible. Nivenwayr, el Gran Árbol, sería imposible. Se llamaba así al pueblo desde tiempos inmemoriales, porque se decía que visto desde cierta distancia el pueblo surge como un gigantesco árbol adornado de pequeñas casitas de madera, luces amarillas y blanco brillante culminado por una basta y cuadrada torre de piedra granítica de la que escapan vapores de agua y humos de leña.

Si se viera desde arriba, la colina en la que se asienta Nivenwayr, ahora capital de un reino extinto, parecería el centro de una rueda de la que parten seis radios o ejes, túneles de bronce y cristal que se internan en lo desconocido, y que se cree que en el pasado comunicaban vuestro pueblo con otros pueblos existentes en el Gran Blanco, el desierto de nieve que rodea por doquier a Nivenwayr. Pero esos túneles están actualmente todos bloqueados, mal atendidos y en desuso, cuando no directamente destruidos, lo que convierte a vuestro pueblo en un lugar incomunicado y endémico, condenado al olvido, el único foco de vida del que tenéis constancia, pues rara es la vez que llegan noticias de quienes se atreven a atravesar las vastas extensiones de nieve fuera de la protección de los ahora maltrechos túneles. Recuerdas tu único viaje al pueblo más cercano, Metelwir, por uno de los dos túneles que aún quedaban en uso en aquella época. Entonces eras pequeña; desde entonces la falta de cuidados, por el miedo a las malas artes de los demonios blancos, acabaron por arruinar esas últimas vías de comunicación. A día de hoy los tecnomantes tienen que hacer encaje de bolillos con su arte rúnico para ser capaces de seguir extrayendo energía de la cada vez más escasa madera que llega a Nivenwayr.


Mientras ascendéis por el camino de la escalera de piedra, el encapotado cielo plomizo comienza a desgarrarse en el horizonte occidental, dejando pasar los rayos de la cobriza luz de Starin, el sol que ilumina Borealis durante los días luminosos, con su bella luz naranja. Sus rayos te muestran el pequeño mundo de tu pueblo matizado con tonos tan cálidos que te parece mentira que en un lugar así puedan existir cosas malas.
Contemplas a tus compañeros, Halet, Saymon, los dos guardias que os escoltan y a una chica llamada Adira, una veterana a la que le han asignado la misión de entrenar personalmente a Halet, lo cual hace que te preguntes a quien te asignarán a ti.
No parece que ninguno de ellos repare en esos detalles del paisaje como tú lo haces. Sus grandes ojos miran sin ver, vigilan sin mirar. Son tan… no encuentras la palabra, pero hasta Halet te parece otra persona en esos momentos… tan serio. Y sin embargo tú no puedes evitar sentirte torpe, apenas conservando el equilibrio en los nevados peldaños, perdido en tu propia visión del mundo.


"No soy como ellos", piensas al ver tu imagen reflejada en una ventana oscura de una de las casitas que dejáis a vuestro lado durante el ascenso por la escalera… reparas en tus grandes ojos, que por una fracción de segundo te parecen fuera de lugar y extraños. Lo cierto es que todos tenéis los ojos muy grandes, y sabes por qué. Grandaïr, el maestro de Nivenwayr, os enseñó un día que esto era debido a la luz que llega a Borealis, el mundo, y a sus ciclos oscuros. Borealis tiene siete días de ciclo luminoso sucedidos por siete días de ciclo oscuro. Unos ojos tan grandes son útiles para poder ver mínimamente bien durante los siete días de ciclo oscuro, naturalmente.
Algo te saca de tus pensamientos. Es la voz de Saymon, apenas un gruñido, que te sobresalta después del prolongado silencio que os acompaña mientras subís. Porque, ahora que lo piensas, todo estaba desacostumbradamente silencioso hasta ahora, y las pocas personas que os habéis encontrado por el camino se van dispersando a lo lejos, no quedando nadie a medida que llegáis a la altura de donde se encontraban.


Al parecer el gruñido del viejo Saymon se debe a la excepción a esta regla. Por lo visto ya sabéis donde se escondía todo el mundo… en la Plaza de la Torre, que antecede al último tramo de escaleras más ancho y espacioso, y que termina en las grandes puertas dobles de madera arcana que se abren de par en par por encima de vuestras cabezas. El murmullo sordo de la muchedumbre se abre paso hasta tus oídos de golpe, como si no hubiera existido antes de verlo. Aunque lo cierto es que es cuando os acercáis a la plaza cuando los ánimos de lo que parece ser todo el pueblo allí reunido, un millar de personas, empiezan a exaltarse de verdad.
Halet te mira, como para darte a entender que está contigo. Porque todo lo que sale por las bocas de aquellas personas son cosas muy poco bonitas, casi todas ellas dirigidas a alguien llamado Nieve.
De entre el caos de voces ciertamente disgustadas captas cosas como "Vete ya", "Vuelve a donde te encontraron", "Cobarde", "Nosotros no tenemos la culpa" y esas son las más educadas...


Dos filas de guardias forman sendos cordones humanos, y no dejas de notar como también alguno de ellos te mira con aprensión, disgusto, o incluso ambas cosas, culpándote a ti de todos sus males actuales.
Tu corazón empieza a desbocarse, y sientes la boca seca… Halet te da la mano.
–Apartaos, ¡apartad!, quita de ahí, gilipollas. –Exclama Saymon mientras os abrís paso entre la multitud, apartando a uno de los alborotados poniéndole su manaza en la cabeza… –Joder, en momentos como este añoro el Gran Blanco… –dice.
Te mira como si acabara de decir algo realmente gracioso y se echa a reír con una estruendosa risa de oso. 
–¡Apartad, pelmazos! –grita, y sigue así hasta que pasáis el gentío, repartiendo codazos a diestro y siniestro.
La actitud del viejo guerrero de algún modo te hacer reír interiormente y te relaja, así que para cuando llegáis a los pies de las escaleras principales de la Torre, tu temblor de piernas ha sido reemplazado por un extraño vigor. Este Saymon está empezando a caerte bien, pese a ti mismo. Incluso reúnes valor para dejarte llevar por un arrebato de airada indignación, mostrándole tu dedo corazón a la gente que ya empieza a disgregarse en la plaza, de forma tan soez que te sorprendes a ti mismo.
Saymon se te queda mirando de hito en hito y te da un pescozón
–¡Eh!, ¿p-pero que haces hombre? –exclama. De pronto te sientes ridículo y avergonzado…
–Y-yo…
–Anda, echa a andar –dice, y empieza a subir la última parte de la escalera meneando la cabeza para uno y otro lado. Aunque crees que en el fondo se está riendo.
Pronto todo atisbo de diversión se te olvida cuando os absorbe el negro y silencioso frescor de la Torre. La gran doble puerta se cierra a vuestras espaldas.


Es un frescor agradable y tibio, cada vez más, a medida que el frío va quedando olvidado al otro lado de las puertas.
Observas que el interior de la torre es práctico y austero: piedra gris, y oscuridad más allá de las esferas de las mágicas luces de gas, mientras sale a recibiros el chambelán, que os conduce por una antesala al gran salón de reuniones. Te sientes extraña, presa del temor a lo desconocido, pero a la vez expectante y lleno de vida, como el protagonista de una de las historias que te gusta inventar. Un oficial de la torre se acerca al chambelán y le hace un gesto con la cabeza. Alguien anuncia vuestra llegada a la vez que entráis en el salón del trono.

Sólo habías estado una vez antes en ese lugar, el día de tu Sacralización, al cumplir los 12 años. Aunque no recuerdas mucho, ya que aquel es un día oscuro en tu mente, te da la sensación de que todo sigue más o menos como lo recuerdas… cuatro tragaluces mágicamente tratados para captar la mayor cantidad posible de la luz exterior iluminan la estancia con los últimos rayos de Starin. A media altura del techo los representantes de las distintas casas del pueblo se asoman apoyados en una barandilla poliédrica, casi redonda, sobre una plataforma de madera con la misma forma, que sobresale de sencillos y apenas ornamentados arcos de piedra que conducen a estancias interiores del piso superior de la torre. 
Las voces se van acallando y diluyéndose en murmullos tragados por el humo y un intenso aroma a incienso que sofoca tus fosas nasales… te sientes cada vez más intimidado, a pesar de que recordabas aquel lugar más grande de lo que te parece ahora.

Te conducen a tu lugar para la Asamblea, en el centro de un semicírculo, justo enfrente del trono de madera oscura, vacío por demás… claro, la figura del rey es actualmente un cargo político que tiene mucho de simbólico, hace muchísimos años que dejaron de existir verdaderos reyes en Borealís. Te preguntas cuando entrará el rey, cuando Saymon cruza la escena y se dirige al lado de tu padre, que conversa con otras dos personas encima del estrado. Entonces, como si tal cosa no tuviera la más mínima importancia, el viejo guerrero hace una leve reverencia con su barbuda cabeza hacia aquel que hasta el día de hoy creías era tu padre…
–Con vuestro permiso, mi rey Knox.
–Proceded, maese Saymon –dice el rey. Y Saymon procede:
–Que comience esta asamblea extraordinaria para dirimir la cuestión del joven Nieve, hijo de Knox de Garyan, rey.
Estás tan estupefacta que casi no reparas en el eco de susurros apenas contenidos que enmarcan la palabra "hijo" cuando es pronunciada por Saymon. Echas una breve ojeada a Halet, muy por detrás de ti, que conversa con Adira junto a la puerta por la que habéis entrado, al lado de los guardias. La entrada de las mujeres está prohibida en las asambleas, pero aún así Adira se las ha ingeniado para pasar sin armar mucho revuelo. No dejas de preguntarte fugazmente por qué, pero la verdad es que ese no es un problema que te quite el sueño en este momento.

De repente, todos los acontecimientos del día se suceden en tu mente de forma vertiginosa. Las fuerzas te flaquean, embotada por el ambiente sofocante, el olor a incienso y todos los extraños acontecimientos del día, sumados al temor y la más completa incertidumbre ante lo que se supone que se espera de ti. Sólo quieres llorar y salir corriendo. Sientes algo, como si te tocaran y das un respingo.
Entonces la mirada de knox llega hasta ti, rasgando el velo de confusión que te envuelve, como desde otro mundo. Definitivamente, y aunque se parece a él, ese hombre sentado en el trono de madera oscura no es tu padre. No es que sepas que nunca ha sido tu padre, es que no es aquel que esta mañana se suponía que era tu padre. Escuchas que te dice algo con esa mirada, de forma mucho más nítida y cierta que cualquier palabra pronunciada nunca a ti por sus labios.
Y bien por la propia sorpresa de lo que acabas de experimentar, bien por sortilegio, el hecho es que ahora te sientes un poco mejor, con fuerzas suficientes para esperar lo que venga a continuación. 

Todo sigue su curso tal como está preparado, siguiendo lo que te parecen antiguos y rancios formulismos, sin que a nadie más le importe si tú lo estás.
–¿Quién se presenta como representante de la parte interesada en demostrar que el joven Nieve es un peligro para la integridad de nuestro pueblo? –Exclama tu padre con una clara voz de barítono.

Saymon da varios pasos hasta situarse en el centro del semicírculo.

No dejas de salir de un asombro para acto seguido caer en el siguiente… ¿Por qué hablaría Saymon en nombre de los que quieren que te vayas? Vale, "gracias ingenuidad mía" Te había llegado a parecer un tipo simpático, esta tarde, subiendo hacia la Torre, pero el hecho es que ya te lo había dejado bien claro esta mañana... aún así, es hermano de tu... del rey,  que esta mañana, esta misma mañana, ha llorado por ti. "Seguramente se haya presentado él para así tratar de mitigar en la medida de lo posible todo lo que se pueda decir en mi contra", piensas… sí, claro, tendría sentido, siendo tu tío… "bueno, pero en realidad no es nada mío. Dioses, esta noche va a ser muy larga."  Terminas diciéndote, alzando la vista hasta las oscuras sombras del techo de la torre. 

–Yo, Saymon de Darion, Capitán de la Marca de los Exploradores, y Jefe Guerrero de Nivenwayr –dice. Por si te quedaban dudas.

Mientras así habla, la mirada del rey Knox se dirige de nuevo a ti; esta vez es una mirada calculadora y sagaz, que no tiene nada de extraordinario, salvo por el hecho de que jamás habías visto al que fuera tu padre mirarte de ese modo… excepto… Que ingenuidad más grande. Claro, mil pequeños detalles tejidos de recuerdos deslavazados empiezan a entretejerse ahora, como no habías sido capaz de ver durante todo este extraño día, mostrándote un desdibujado tapiz lleno de pistas que terminan por conducirte hasta el punto donde te encuentras ahora… pero por encima de cualquiera de esos recuerdos, el sueño pertinaz… la sensación de caída… 

Vuelves a la realidad. Saymon lleva hablando un rato, y no puedes evitar sonrojarte cuando te das cuenta de que, con todo lo que tienes encima, no has prestado atención a ni una sola de sus palabras. Afortunadamente se ha lanzado a una larga perorata, y te da tiempo a tomar el hilo de lo que está diciendo:
–… Y el teniente Galach casi pierde a dos de sus mejores hombres ayer, mientras hacían guardia en la noche cerca del Último Puente. 
–Y haciendo uso de una buena provisión de madera. Más de la que podemos permitirnos. –Le interrumpe otro hombre de la Asamblea. No te parece que Saymon ni el rey lo reprendan por ello. Al contrario, Saymon lo escucha, y el escriba, próximo al estrado donde se ubica el trono, parece registrar también lo que dice– A este paso, tendremos que empezar a desmontar nuestras casas para conseguir más madera. Jeron de Kort. –Termina presentándose, haciendo un gesto al escriba, siguiendo un formulismo más, sin duda.
–El uso de madera para alimentar fuegos que protejan a nuestros hombres en misiones fuera de la seguridad del pueblo, –le responde Saymon, haciendo tintinear con su voz la palabra "seguridad" dejando a las claras lo que piensa de la valentía de Jeron– es algo totalmente acordado, y no se ha usado ninguna más allá de las cantidades estipuladas para un estado excepcional como es este en el que nos encontramos, maese Jeron. –Termina diciendo, hacia su interlocutor.
–Pero ¿cómo fue maese Saymon? –Exige saber otra voz, a la que otras secundan: –Sí, sí, cuéntanos ¿Cómo sucedió?


Se hace el silencio. Saymon hace un gesto hacia la puerta. Uno de los guardias se asoma y entra alguien, un individuo alto, de espesa melena gris, que llegado a tu altura hace la reverencia de rigor al rey para luego encararse hacia el maese Saymon.
–Oficial Galach, –le dice su comandante– pónganos en antecedentes sobre lo sucedido durante su guardia en el Último Puente, anoche.

Una expectación alimentada de morbo, curiosidad y miedo se apodera del ambiente, mientras el oficial comienza su informe.
Al principio se pierde en detalles técnicos; cosas que sólo interesan a la gente de la milicia, sobre rutas, horas, pertrechos, condiciones climáticas… tanto se extiende en estos puntos que llegas a pensar que al llamado Galach no le debe apetecer nada revivir lo ocurrido.
Apenas entra ya luz natural en la Torre. La luz mágica de las esferas de gas se intensifica.
–Teniente, al grano, sea tan amable –le corta de pronto Saymon.
–Pero es importante para mi que la asamblea entienda perfectamente las condiciones bajo las cuales actuamos en esta misión, mi capitán, pues sin más demora aprovecharé esta ocasión para presentar mi dimisión irrevocable ante usted, y ante nuestro rey –añade.
Como quiera que Saymon se ha quedado momentáneamente mudo, no así el resto de los concurrentes, que estallan en murmuraciones, el rey toma la palabra:
–Eres uno de nuestros mejores oficiales Galach. Todos lamentamos oír estas palabras tuyas, y me gustaría saber que estás dispuesto a reconsiderarlas. Pero cuéntanos, por qué así nos hablas –dice el rey.
Galach, a tu lado, le responde:
–No hay nada que podamos hacer… no, no hay esperanza… –su expresión se torna tan triste que te dan ganas de extender tu mano para mostrarle tu apoyo, pero no lo haces, y no porque te parezca algo fuera de lugar, sino porque hay algo en Galach que te inquieta. Knox, el rey, se rebulle incómodo en el trono.
–Tendriáis que salir ahí fuera y experimentar lo que es. El frío es… inhumano. –A medida que habla, el tono de voz del teniente Galach se vuelve tan antinaturalmente monocorde, que te acaba provocando un escalofrío– Se te hiela la sangre en las venas. Y no sabes por qué el fuego no parece calentar tu piel. –Súbitamente, sientes que Galach se gira hacia ti, que eres el foco de atención de todo cuanto dice– Poco a poco pierdes las ganas y la voluntad de vivir, y sólo el miedo a ser llevado por los demonios de la nieve te da fuerzas para seguir adelante… al final pierdes hasta la noción del mundo real. Anoche Ambrod quiso apagar el fuego. Decía... decía que le hacía ver sombras de cosas espantosas… que prefería la ignorancia de la oscuridad.
En el salón un silencio sobrenatural parece haber rodeado la voz de Galach. No puedes apartar tu mirada de sus ojos, negros como la noche más oscura. Te tiene atrapada en ellos.
–Luego fue cuando sentimos que ya no estábamos solos en el campamento del Último Puente. Algo había aprovechado el pequeño caos ocasionado por Ambrod para estar ahí entre nosotros… Ya, ya sé, teníamos el fuego. Eso debería haber mantenido lejos a, lo que fuese. Pero, camaradas, os aseguro que no. Que aquello estaba allí, veíamos su forma orlar el fuego de contornos verdosos, escuchábamos aquellos jadeos,  quejidos de lo que diablos fuera... Decidí que levantásemos el campamento sin esperar a la nueva patrulla de relevo.
Silencio. Las luces del salón parecen apagarse poco a poco.
–No podemos hacer nada contra esa magia oscura. –Prosigue– Forman parte del paisaje, tanto como la misma nieve, y el frío es tan natural a ellos como lo es para nosotros el aire que respiramos… Sólo podemos esperar aquí, y perecer, como sin duda esperan que así sea, porque forma parte de su plan. En realidad nos llevan sitiando desde hace generaciones, y nos permiten tener la ilusión de que dominamos nuestras vidas sólo para divertirse con nosotros, mientras esperan nuestro fin.
El silencio pesa como una losa sobre todos los presentes, tan pesado que casi asfixia. Intentas escapar de la incómoda sensación que te atenaza, agarrándote a cualquier sonido como si este fuera una roca a la que asirse para volver a la realidad. Crees encontrar ese sonido salvador en la voz de Knox:
–¿C-cuan…–se le atraganta la voz. Hasta el rey, visiblemente pálido, ha perdido la compostura. Ves que Saymon gira la cabeza hacia el rey, levantándola como si llevara puesto un casco de plomo, de forma irrealmente lenta, oyes que le dice algo a Knox, pero te suena lejano y distorsionado… … … Todo se desvanece a tu alrededor, poco a poco. Te sientes etérea.
El rey grita, algo gutural. Sientes que tiran de ti y una sensación muy extraña, como si te dividieras entre dos mundos. Dolor. Gritas.
Oscuridad. 
De repente la opresión se levanta de tu pecho. El tiempo recobra su ritmo. Y los sonidos… Vuelves en ti. No sabes cómo, no recuerdas el instante, pero has debido de perder la consciencia durante un momento. El rey se inclina sobre ti con una espada por la que resbala un líquido negro, aún empuñada en su mano. Galach yace tirado a tu lado, en medio de un charco negro… de sangre. Te apartas con asco y horror.
Saymon y Knox se apartan hacia el estrado, y te llevan con ellos. El resto de los presentes no disimula su espanto.

Adira dialoga junto a Saymon y tu padre en el estrado, pero Lo más sorprendente no es eso, sino el hecho de que parece que los otros dos atienden muy atentos a lo que dice. 
"¿Quién es Adira?" piensas, y algunos recuerdos se conectan en tu mente… Es aquella niña, mayor que tu, la hija de aquella familia que llegó a Nivenwayr cuando eras muy pequeña, tanto que casi has perdido ya ese recuerdo, aquel ciclo de oscuridad en que los lobos causaron la muerte de varios leñadores.
–...Suplantación – Está diciendo Adira, cuando llegas a su altura.
–¿Cuánto llevaba sin comer? –pregunta Knox
–N-no lo se… dioses… –responde Saymon– Voy a a ver a Ambrod y a Athria. Discúlpame, hermano –dice, ante el asentimiento urgente de este, y sale corriendo del salón de reuniones, con una velocidad endiablada para tan enorme corpachón.
–¿Estás bien? –te pregunta el que hasta ayer había sido tu padre, ese leñador que se ausentaba tanto de casa, poniéndote una mano en el hombro. Repara en tu gesto de asco y deja la ominosa espada en el suelo, lejos de ti. –Adira te ha salvado… me avergüenza decirlo, pero ha estado más atenta y ha sido más fuerte que yo.
El rey adivina las preguntas que se asoman a tus temblorosos labios, mirándote con calidez en los ojos, y con una leve sonrisa franca y seria. 
En esos momentos Halet llega a tu lado, y le da un cuenco con agua caliente a Adira, en el que la mujer echa unos polvos de una bolsita que se desprende de la cintura. Acto seguido te lo ofrece para que bebas. Lo aceptas sin rechistar, mientras Knox comienza a hablar:
–Galach no era Galach. Nos ha hechizado a todos, y pretendía llevarte consigo. A través de un Portal. El verdadero Galach debió de morir anoche en el Último Puente. Y si me lo vas a preguntar ahora… no, esto nunca había pasado. No que se recuerde, no en Nivenwayr. 
>>¿Te sientes con fuerzas para continuar esta noche?
–Sí, –dices sin dudarlo. Crees que lo peor sería acostarte hoy con tantas oscuridades e incertidumbres en la cabeza. Necesitas saber más antes de atreverte siquiera a intentar conciliar el sueño esta noche.

–Pero, una cosa –dices– ¿Y las palabras que ha dicho el falso Galach, toda esa desesperanza… ¿eran ciertas? ¿Y cómo puede haber un falso quien sea?
–Lo que importa es qué te dice tu corazón, así que, mientras encuentres esperanza en él, puedes estar tranquilo. De todas formas no sé qué has podido oír tu de este Galach porque seguramente sea diferente de aquello que nos estaba contando a nosotros. Tú eras el foco principal de su hechizo. No creas todas sus palabras.
–Ya, pero creo que eran ciertas…¿significa eso que sigo hechizada? sin embargo, no creo que no haya esperanza. Tiene que haberla. Lo que pasa es que nunca imaginé que las cosas estuvieran tan… terriblemente mal. Si no fuera porque ahora os tengo aquí conmigo. Y no sé quienes soy verdaderamente ninguno de vosotros –dices– es todo tan extraño.

–Si te sirve de consuelo, Nieve, nosotros sí sabemos quién eres. Llevamos velando por ti desde que llegaste a este pueblo. Saymon, a su manera, y yo, y Adira llegó aquí con sus padres con la misión exclusiva de velar por tu futuro. Pero te diré más cosas sobre esto al acabar la asamblea. Es importante que sepas lo menos posible para que lo que digas aquí, esta noche, sea creíble para los representantes de las Casas del Pueblo. –Te contesta Knox– Y en cuanto al falso Galach… la magia de los seres oscuros puede cosas que… –tu padre se corta en medio de la frase cuando Adira le toca el brazo, pero tú ya has reparado en su fallo.
–¿Seres oscuros… te refieres a los demonios de la nieve?
Knox parece dudar un instante, hasta que te responde.
–Sí… y no. El caso es que es una magia mucho más allá de nuestro entendimiento. Sin embargo, créelo, hay esperanza. Para eso estamos aquí, reunidos esta noche. Porque aún no es tarde. Pero es importante que sepas que mantenerte en la ignorancia era la mejor forma que hemos encontrado para tenerte a ti y a todo el pueblo apartados del peligro que ahora nos acecha.
–¿Y no será demasiado tarde? –interviene Halet, titubeante, y Adira y el rey se cruzan una rápida mirada.
–No, tenemos que creer que no, Halet.


La reanudación de la asamblea se demora porque Saymon, que debe estar presente, tarda en regresar. Así que intentas distraerte. Y lo consigues, porque pronto te pierdes en la contemplación de los ajados tapices que cuelgan en los muros forrados de cal blanca, levemente agitados por esporádicas corrientes de aire provocadas por el abrir y cerrar de puertas en el piso superior, a medida que los distintos cargos y representantes se reincorporan a sus puestos. Siempre te ha sido fácil desconectar del mundo cuando encuentras cosas que llaman la atención de tu imaginación… … …

Los tapices representan distintas escenas mágicas, asombrosamente animadas, de la Historia y Mitos locales, emparentados de una forma u otra con la urdimbre de los distintos acontecimientos que han afectado al mundo de Borealís. A un solitario rincón de tu mente le parece extraño no haber reparado antes en ellos. Pero lo ignoras.

Uno de los tapices muestra una secuencia en la que se ve a un rey humano recibiendo en su corte a un grupo de emisarios de piel blanca como la nieve y ojos llamativamente azules; otro muestra una escena de la caza de un dragón de metálicas escamas que sangra sangre negra, hostigado por un grupo de hombres ayudado por gigantescas águilas blancas. Te llama la atención que sus ojos sean igual de llamativamente azules. Pero el que más te fascina es uno en el que una especie de ángeles caen desde el cielo, agarrando cadenas de oro que sujetan paneles que, en secuencia, van formando una especie de laberinto, dentro del cual aparecen diferentes dibujos de pueblecitos en miniatura. El nombre de uno de ellos es Nivenwayr. 

Regresas al mundo real cuando por fin Saymon hace su aparición. Al pasar a tu lado, de camino al centro del semicírculo central del Gran Salón, te da la sensación de que te mira de una forma extraña… e indescifrable para ti.
En fin, cuando el nuevo escriba ocupa el puesto del anterior, en estado de extrema gravedad por un fallo cardíaco, todo está listo para que la sesión siga su curso.
Y Saymon comienza a hablar:

–Era mi deber establecer ante todos los aquí presentes, representantes de la totalidad de las casas de nuestro querido pueblo, el último lugar de Borealís en el que tenemos constancia de la existencia de seres humanos, los motivos por los que este… muchacho, Nieve, hijo de Knox, –e indica al rey con su brazo derecho, mientras una marea de susurros acompaña su gesto– debería abandonar nuestro pueblo para siempre. Y digo "era", porque no puedo hacerlo.

Todos los representantes, arriba, estallan en un caos de voces airadas, cuando no iracundas, mientras que los miembros del gobierno, reunidos a tu alrededor, se lanzan miradas entre ellos cuyo significado no aciertas a comprender. Saymon alza la voz por encima de todas las demás, y al mismo tiempo el rey Knox levanta una mano, pidiendo silencio.
–No puedo. Si los demonios de la nieve han sido capaces de entrar por primera vez en Nivenwayr, no podemos darles lo que están buscando. Porque si es a Nieve a quien buscan, si por él son capaces de tanto… ¿no creéis que habrán de tener algún muy poderoso motivo para ello? 
>>Fijaos bien. Hoy han perdido a tres de los suyos. Yo mismo acabe de ordenar la ejecución de Ambrod y Athria. Tenía que comprobarlo, para salir de toda duda. Y ya no la hay, porque sangran de color negro. Y eso, camaradas aquí reunidos, sólo puede significar una cosa. 
–Suplantación. –Contesta el rey por él– Lo que mi hermano quiere decirnos es que ellos han sacrificado a tres de los suyos para poder llegar hasta mi... hijo – No sabemos cuántos son, de dónde vienen, ni dónde se esconden. 
–¡Los que nos escondemos somos nosotros! –osa alzar la voz alguien de arriba. Tu padre prosigue, visiblemente incómodo.
–Pero sí sabemos que son pocos. Quizá tan pocos como nosotros. Y esto ha tenido que suponer un sacrificio enorme para ellos. Somos fuertes, aquí, y les hemos eliminado. Y podemos permitirnos creer, podemos saber, que ya no nos molestarán en mucho tiempo.

Dudas… "¿podemos saber?" Sientes que Saymon te está mirando, pero cuando le diriges tu mirada el desvía la suya rápidamente. "Que extraño".
Algo no cuadra. Algo no está bien… 
"Los tapices"… ¡No hay ningún tapiz! Nada más que serios y aburridos escudos de armas jalonan las níveas paredes de cal.
"No puede ser".
Intervienes aún antes casi de darte cuenta de que lo haces, obedeciendo un impulso casi ciego:
–Pero sus palabras, las palabras de Galach, o lo que quiera que fuese… ¿no buscaban justo esto?
El rey te mira. No hay ni rastro del que fuera tu padre en él. Sientes que no estás haciendo lo que se espera de ti. Pero sigues hablando.
–Creo, creo que no estamos actuando bien. Esto no está bien. Esas palabras, lo que buscaban era amedrentarnos, que nos quedásemos aquí, sin hacer nada… ¡Nada!, –casi lo gritas– pero, ¿no es eso rendirse, no es hacer caso al enemigo?
–¡NIEVE! –te reprende el rey. Pero no le haces caso.
–Lo he visto… ¡lo he visto! Vivimos prisioneros dentro de un laberinto…l-lo he visto. –Alzas las manos, con impotencia. Por el rabillo del ojo ves como Adira se abre paso hacia ti.
Saymon hace un gesto a sus guardias… en el acto estos van tras Adira y la retienen. Ella hace ademán de llevarse la mano a la espada que cuelga de su cadera, pero algo la detiene en el último instante. Sigues hablando. De pronto los cuentos que contabas sobre otros lugares, de pequeña, a tus hermanos… sientes que son reales. Y no puedes dejar de hablar. No quieres parar.

–Hay vida ahí fuera. Vivimos aquí, toda nuestra vida, acobardados, con miedo al mundo y a sus monstruos, pero no podemos ser los únicos en existir en toda Borealís, sé que tienen que haber más cosas buenas en este mundo. Dejadme ir a ver. Dejadme ir a buscarlas.
Y apenas lo has acabado de decir, no puedes creer haberlo dicho.
Silencio.

En ese momento no podías saberlo, pero fue a partir de aquel instante, cuando el punto de vista de la gente de Nivenwayr hacia ti empezó a cambiar para siempre. Fue la primera vez en que se mencionó un nombre que viviría mucho más allá de tu tiempo, cuando ni tú ni nadie de los seres que conociste y las personas a las que amaste seríais más que recuerdos. 
Pero la realidad no entiende de héroes…

Te has dejado llevar por la misma emoción que experimentas cuando cuentas cuentos a tus hermanos. Sólo que este cuento es real. Y de golpe eres consciente de que has pedido salir voluntariamente a un mundo lleno de oscuridades mayores que las que se ocultan en tus más horribles pesadillas. 
Saymon se lleva una mano rápida a los ojos. 

Por fin, exclama el rey Knox:
–No hablaremos más esta noche. Se posterga la Asamblea hasta mañana.

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