viernes, 13 de enero de 2012

Las Torres de Borealís, Capítulo 2, (Entrada 11)


Con excitación y curiosidad, verdadero miedo y algo de una extraña esperanza que no comprendes aún del todo, pero cuya sensación te resulta inconfundible, llena de sabor a libertad,  te internas en la cuarta noche de ciclo luminoso, mientras una cortina de ondulante verde iridiscente tiñe de matices maravillosos el cielo interminable. Tu mundo, tan extraño, tan eternamente blanco, es un lienzo sobre el que la luz como la sangre de Phaerón, el gigante planeta rojo, se adueña del cielo de la aurora. Nunca como esta noche habías reparado en la hipnótica belleza de Borealís. 

En la distancia todavía veis a Nivenwayr, cuando miráis atrás, y es el gran árbol de casitas de nieve y luz que describen los cuentos tradicionales. Sin embargo, vuestras miradas son fugaces, y sólo tú entre los que forzáis la marcha, pareces ser capaz de disfrutar de cosas tales como la fría belleza de la noche en vuestras actuales circunstancias. 
Quizá lo hagas para evitar dejarte llevar por la oscura incertidumbre, piensas, porque por momentos no puedes dejar de sentirte víctima de una absurda conspiración que ni en tus más osadamente imaginadas historias habrías podido concebir… vagando en medio de la terrible noche de Borealís, el mundo de las nieves eternas y mortales glaciares, de traicioneros lagos ocultos que se resquebrajan bajos tus pies removidos por indómitos calores que de pronto sacuden la superficie aleatoriamente en forma de géiseres…
Por no hablar de ellos… la innominada amenaza de los demonios blancos, acechando tras las sombras de los oscuros bosques de árboles Boraki, cuyas hojas brillan con vida propia, azules y amarillas, recogiendo el calor de fuentes termales a las que sólo sus raíces son capaces de llegar, e irradiándolo por las noches heladas, para dar forma a ecosistemas para ti insospechados hasta entonces, llenos de todo tipo de extrañas formas de vida, y poblados en tu imaginación por los distantes y esquivos y temibles hombres de la nieve… los demonios blancos. Y sospechas que hay cosas que van más allá de tu imaginación.

Saymon te ha ido contando muchas de estas cosas, cosas increíbles que te hacen concebir el mundo como un lugar lleno de esperanza y de temores, en una extraña mezcla que con todo, se te antoja más atractiva y llena de posibilidades que la ignorancia de todas esas cosas que era tu vida dentro de Nivenwayr… Y sólo lleváis unas horas caminando, a marchas forzadas, con Saymon deteniéndose a cada poco, evitando las rutas marcadas por los túneles de cristal, y buscando las sombras proporcionadas por rocas, repuntes del terreno, promontorios, pequeñas colinas y otros accidentes y formas del helado paisaje blanco.

No te atreves a imaginar por qué habéis salido de forma tan precipitada del Pueblo. Saymon evita el tema y tú no te sientes inclinada a forzarle a hablar, pero poco a poco el miedo crece en tu interior y a medida que le gana terreno a la esperanza, sientes la imperiosa necesidad de saber más.
Al final, cuando crees que físicamente eres incapaz de seguir el paso de tus compañeros y sólo aguantas por puro amor propio en pie, ordenando a tus piernas seguir avanzando tras el camino dejado por un trineo tirado por dos wurths, hacéis el primer alto. 
De forma torpe manipulas tu runa de calor para que suba en intensidad la temperatura de tu mono de blanca lana, que te cubre y camufla de la cabeza a los pies, y te arropas más en tu capucha mientras los demás se afanan en preparar una tienda en la linde de un pequeño bosque. Sólo Halet permanece aparte, alerta. Ya no puedes más y te acercas a Saymon, diciéndole:
–Saymon, por el rojo Phaerón… Dímelo. ¿De qué huimos? ¿Y… tienes idea de a dónde vamos?

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