lunes, 2 de enero de 2012

Entrada 6




Mientras ascendéis por el camino de la escalera de piedra, el encapotado cielo plomizo comienza a desgarrarse en el horizonte occidental, dejando pasar los rayos de la cobriza luz de Starin, el sol que ilumina Borealis durante los días luminosos, con su bella luz naranja. Sus rayos te muestran el pequeño mundo de tu pueblo matizado con tonos tan cálidos que te parece mentira que en un lugar así puedan existir cosas malas.
Contemplas a tus compañeros, Halet, Saymon, los dos guardias que os escoltan y a una chica llamada Adira, una veterana a la que le han asignado la misión de entrenar personalmente a Halet, lo cual hace que te preguntes a quien te asignarán a ti.
No parece que ninguno de ellos repare en esos detalles del paisaje como tú lo haces. Sus grandes ojos miran sin ver, vigilan sin mirar. Son tan… no encuentras la palabra, pero hasta Halet te parece otra persona en esos momentos… tan serio. Y sin embargo tú no puedes evitar sentirte torpe, apenas conservando el equilibrio en los nevados peldaños, perdido en tu propia visión del mundo.


"No soy como ellos", piensas al ver tu imagen reflejada en una ventana oscura de una de las casitas que dejáis a vuestro lado durante el ascenso por la escalera… reparas en tus grandes ojos, que por una fracción de segundo te parecen fuera de lugar y extraños. Lo cierto es que todos tenéis los ojos muy grandes, y sabes por qué. Grandaïr, el maestro de Nivenwayr, os enseñó un día que esto era debido a la luz que llega a Borealis, el mundo, y a sus ciclos oscuros. Borealis tiene siete días de ciclo luminoso sucedidos por siete días de ciclo oscuro. Unos ojos tan grandes son útiles para poder ver mínimamente bien durante los siete días de ciclo oscuro, naturalmente.
Algo te saca de tus pensamientos. Es la voz de Saymon, apenas un gruñido, que te sobresalta después del prolongado silencio que os acompaña mientras subís. Porque, ahora que lo piensas, todo ha estado desacostumbradamente silencioso hasta ahora, y las pocas personas que os habéis encontrado por el camino se van dispersando a lo lejos, no quedando nadie a medida que llegáis a la altura de donde se encontraban.


Al parecer el gruñido del viejo Saymon se debe a la excepción a esta regla. Por lo visto ya sabéis donde se escondía todo el mundo… en la Plaza de la Torre, que antecede al último tramo de escaleras más ancho y espacioso, y que termina en las grandes puertas dobles de madera arcana que se abren de par en par por encima de vuestras cabezas. El murmullo sordo de la muchedumbre se abre paso hasta tus oídos de golpe, como si no hubiera existido antes de verlo. Aunque lo cierto es que es cuando os acercáis a la plaza cuando los ánimos de lo que parece ser todo el pueblo allí reunido, un millar de personas, empiezan a exaltarse de verdad.
Halet te mira, como para darte a entender que está contigo. Porque todo lo que sale por las bocas de aquellas personas son cosas muy poco bonitas, casi todas ellas dirigidas a alguien llamado Nieve.
De entre el caos de voces ciertamente disgustadas captas cosas como "Vete ya", "Vuelve a donde te encontraron", "Cobarde", "Nosotros no tenemos la culpa" y esas son las más educadas...


Dos filas de guardias forman sendos cordones humanos, y no dejas de notar como también alguno de ellos te mira con aprensión, disgusto, o incluso ambas cosas, culpándote a ti de todos sus males actuales.
Tu corazón empieza a desbocarse, y sientes la boca seca… Halet te da la mano.
–Apartaos, ¡apartad!, quita de ahí, gilipollas. –Exclama Saymon mientras os abrís paso entre la multitud, apartando a uno de los alborotados poniéndole su manaza en la cabeza… –joder, en momentos como este añoro el Gran Blanco… –dice.
Te mira como si acabara de decir algo realmente gracioso y se echa a reír con una estruendosa risa de oso. Le va la marcha, ciertamente.
–¡Apartad, pelmazos! –grita, y sigue así hasta que pasáis el gentío, repartiendo codazos a diestro y siniestro.
La actitud del viejo guerrero de algún modo te hacer reír interiormente y te relaja, así que para cuando llegáis a los pies de las escaleras principales de la Torre, tu temblor de piernas ha sido reemplazado por un extraño vigor. Este Saymon está empezando a caerte bien, pese a ti mismo. Incluso reúnes valor para dejarte llevar por un arrebato de airada indignación, mostrándole tu dedo corazón a la gente que ya empieza a disgregarse en la plaza, de forma tan soez que te sorprendes a ti mismo.
Saymon se te queda mirando de hito en hito y te da un pescozón
–¡Eh!, ¿p-pero que haces hombre? –exclama. De pronto te sientes ridículo y avergonzado…
–Y-yo…
–Anda, echa a andar –dice, y empieza a subir la última parte de la escalera meneando la cabeza para uno y otro lado. Aunque crees que en el fondo se está riendo.
Pronto todo atisbo de diversión se te olvida cuando os absorbe el negro y silencioso frescor de la Torre. La gran doble puerta se cierra a vuestras espaldas.

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