viernes, 30 de diciembre de 2011

Entrada 2

–¡Nieve, Nieve, despierta, des…! oh, ah, ¿Estás despierta? –te pregunta tu hermana, parándose en la puerta. Sabe de toda la vida que no te gusta que la gente entre en tu habitación si no eres tú quien les invite a ello.
–Sí, estoy despierto, oh dioses, eso creo… sí ¿lo estoy?  –murmuras, no pudiendo evitar una ligera sonrisa a pesar de tu aturdimiento, al ver la cara de tu hermana ante el panorama de encontrarte tirada en el suelo, peleándote con las sábanas.

–Eh… Pa-padre quiere que bajes…  –parece dudar en la puerta, y antes de darse media vuelta hacia la escala de madera crees ver algo brillando en su carita. 
No puedes evitar sentirte turbada, sin saber muy bien por qué… algo te agarrota el estómago. Una intuición muy fea…Y te das cuenta de que hoy prefieres quedarte ahí arriba, en tu pequeño cuarto en la buhardilla, iluminado por los primeros y temblorosos rayos de luz de bronce, filtrándose por la pequeña cortina de la redonda ventana.
Te sientas de rodillas en la cama y miras al otro lado, restregando el cristal con la manga. Afuera hace frío. Mucho frío. Siempre es así en Borealis. La vida es fría. Todo es frío. Y encima hoy está muy nublado. Enseguida los primeros rayos desaparecen, dejando tu habitación tan en penumbras como lo está tu corazón, ahora mismo. 

Suspiras, te quitas el camisón y te enjuagas la cara con agua tibia en la palangana de resquebrajada cerámica que reposa en la mesita que sobresale de la gruesa pared de troncos de madera. Cada noche, antes de acostarte (a no ser que haga un frío extremo, algo por otro lado nada inusual), apagas la runa de calor, como te han enseñado, para ahorrar energía mágica. El agua aún mantiene algo de ese calor cada mañana. 
Contemplas tu pálido rostro en el pequeño espejo, también mágico, encima de la palangana. En Borealis todas las pequeñas cosas que hacen el día a día de un invierno sin fin algo un poco más llevadero son mágicas. Magia rudimentaria, sencilla y cotidiana, magia de artesanos de runas, que saben copiar y ejecutar los trazos que encierran los pequeños poderes que hacen posible la vida diaria… O así es como te han enseñado en la escuela.
Cuando te apartas para secarte no puedes evitar reparar en tu cuerpo… Ese secreto que nadie fuera de tu familia conoce y que te hace diferente a cualquiera que tú conozcas… ¿Por qué eres así? Sería tan fácil… ser chico, o ser chica. Pero tú no eres ni una cosa ni otra, o eres, en potencia, las dos cosas a la vez…
¿Por qué no tener ombligo, por qué tu extrema palidez, por qué tu indefinición sexual? Por qué no saber qué es lo que eres... o quién eres realmente. Por qué sentirte un monstruo.

Cuando terminas de descender la escala de madera que sube a la puerta de la buhardilla que hace las veces de tu habitación, te diriges a la cocina. La cocina, con su gran chimenea de piedra, es la sala principal de la casa, donde hacéis la vida en común. Tus padres, una tía, un hermano, un primo y tu hermana pequeña. Es un lugar en el que tu presencia ha sido algo cada vez menos habitual a medida que ibas creciendo y encerrándote en tu propio mundo. Tanto que a veces te sorprende tener algún amigo. En realidad te sorprende que alguien quiera tener algo en común contigo. Tú no eres de este sitio. No perteneces a este mundo. Lo sabes. Lo intuyes tan profundamente, como cuando sueñas que más allá de Invierno hay tierras desconocidas donde el frío es sólo un cuento.
En la cocina todos te están esperando. Te molesta mucho ser el centro de tanta atención, y lo saben… ¿Por qué te está mirando todo el mundo así?


–Nieve, hija... TE VAS. Dentro de un ciclo. Era conveniente que lo supieras YA. Este es Saymon. Él te lo explicará mejor que yo.


Tu madre se vuelve hacia la ventana, y finge mirar  más allá. Tu padre abandona lentamente la estancia, y el resto miran casi todos cabizbajos a sus desayunos, sin saber qué decir.
Lo sabías… de algún modo, lo sabías. Y te sientes caer.


No hay comentarios:

Publicar un comentario