viernes, 30 de diciembre de 2011

Entrada 3

Poco a poco, sin necesidad de haberlo pactado, todos van desapareciendo de la cocina y te quedas a solas con aquel a quien tu padre ha llamado Saymon. Este acerca un cuenco de madera con gachas humeantes a la mesa y te invita a sentarte. Le miras hosco. Estás tensa de rabia. Sentimientos negativos acumulados durante mucho tiempo de pronto estallan en tu voz, y no tanto por el volumen como por el tono amargo y siseante con el que escupes tus palabras:

–Sé quien eres. En este pueblucho todo se sabe, ¿te crees que soy tonto, eh? Tú eres el que se encarga de administrar las Levas del rey, y has venido aquí para llevarme contigo a ese mundo horrible porque mi padre ya no me soporta más en esta casa. Se avergüenza de mi –le miras de hito en hito para ver cómo le afectan tus palabras, pero el hombre te devuelve la mirada impertérrito–. Siempre me ha considerado un bicho raro, y no veía el momento de deshacerse de mi.

Seguirías, pero de pronto te das cuenta de que el tal Saymon tiene la expresión de alguien que tiene todas las cartas buenas en su mano, y de que tú sólo juegas a echar faroles y a dar palos de ciego. Te vuelve a señalar el cuenco de desayuno, mientras dice:
–No seas así con tu padre, muchacho. No sabes realmente nada de su vida. Y desayuna. Te espera un día muy duro.
Tienes ganas de llorar, pero no le darás a tu interlocutor ese placer. Te mantienes obstinadamente lejos del desayuno. Es lo único que se te ocurre para mostrar tu contrariedad con la situación.
–Que no se nada de su vida, ¡JA!, que bueno… lo que me faltaba por escuchar en esta mierda de nuevo día. Sé lo suficiente. Sé que es un mago artesano frustrado que sólo sirve para cortar leña, y no me hace falta saber nada más, salvo que tiene menos que ver conmigo que el día con la noche-dices.
–En eso último tienes razón –te responde.
En ese momento dejas de pensar en responder de forma airada a cualquier cosa que salga de la boca de ese Saymon y cambias en un segundo de estrategia. Te callas. De pronto, quieres escucharle.

Como quiera que el hombre sigue impasible, apoyado con los brazos cruzados en el borde de la mesa, te sientas a desayunar, para darle a entender que escuchas. Sin embargo, no abre la boca hasta que te terminas todo el cuenco. Finalmente lo haces.
–En "algo" tienes razón- dice, y te mira –no eres hijo de tu padre.

Se oye un pequeño golpe detrás de una de las puertas de la cocina. Pero tú sólo eres consciente de las palabras que acaba de pronunciar el guerrero.

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